
Aquella noche en que un pitido cruzó los cielos cambió para siempre la historia humana. El 4 de octubre de 1957, desde un remoto y hermético polígono de Kazajistán, despegó un cohete R-7 Semiorka con un artefacto esférico de apenas 58 centímetros de diámetro y 83,6 kilos de masa: el PS-1, el Prosteishi Sputnik, literalmente el satélite más simple. Su llegada a la órbita inauguró la Era Espacial y encendió una emoción colectiva difícil de repetir.
Lo llamamos Sputnik 1 por costumbre, pero en origen fue el PS, y su éxito fue más complejo de lo que el mito sugiere. No estaba previsto que ese sencillo PS encabezase la lista: la primera plaza debía haber sido para el Objeto D, un satélite grande y ambicioso que terminaría volando en 1958 como Sputnik 3. Aun así, la urgencia geopolítica y el instinto de Serguéi Koroliov impusieron una máxima pragmática: mejor llegar antes con algo más austero que llegar tarde con algo exquisito.
Qué ocurrió exactamente el día del lanzamiento
El despegue se produjo a las 22:28:47 hora de Moscú (ya 5 de octubre a las 00:28 en la hora local de Kazajistán). El vehículo 8K71PS número M1-1 abandonó la Rampa del Área 1 del Polígono NIIP-5, un lugar tan reservado que fue conocido hacia fuera por el alias Tyura-Tam, el nombre de la estación ferroviaria próxima. Años más tarde, para confundir aún más a los observadores occidentales, el complejo recibiría oficialmente el nombre de Baikonur, heredado de una localidad kazaja situada mucho más lejos de allí.
La secuencia de ignición fue activada en el búnker cercano cuando un joven teniente de 24 años, Borís Chekunov, giró la llave de lanzamiento. El cohete 8K71PS era una variante del misil intercontinental R-7 Semiorka, el primer ICBM operativo de la historia, adaptado a la misión espacial: sin el vehículo de reentrada de la ojiva y sin los sistemas de control ubicados en esa sección, todo ello para convertirlo en el vector del primer satélite artificial.
En aquel momento, la carrera espacial ya estaba echando humo. El 20 de septiembre de 1956, un misil Júpiter C estadounidense había demostrado que, de haber querido, Estados Unidos también podría haber alcanzado la órbita con una cuarta etapa activa. Washington, sin embargo, reservó el honor del primer satélite al Proyecto Vanguard, con una participación civil, y dejó aquella cuarta etapa en simple lastre con arena. Koroliov interpretó la maniobra como una señal inequívoca de que había que acelerar.
El lanzamiento del PS fue la quinta misión de un R-7 y la tercera que salía bien. Los dos intentos iniciales de 1957 (15 de mayo y 12 de julio) fallaron; los dos siguientes (21 de agosto y 7 de septiembre) fueron un éxito, aunque con la ojiva desintegrándose en la atmósfera. Con dos aciertos consecutivos, los militares abrieron la mano: permitirían a Koroliov “malgastar” un preciado R-7 en sus planes orbitales. El calendario del Año Geofísico Internacional arrancaba en octubre de 1957, y el cronómetro apretaba.

Del Objeto D al PS-1: decisiones, nombres y una carrera contrarreloj
La nave que voló aquella noche no fue la originalmente soñada. El plan maestro de la OKB-1 de Koroliov era el Objeto D, un satélite científico de aproximadamente 1,3 toneladas, complejo y ambicioso, que terminaría despegando en 1958 como Sputnik 3. En cambio, el PS (Prosteishi Sputnik: el satélite más simple) nació como un atajo inteligente para no dejar escapar la primicia histórica.
El diseño del PS, a cargo de Nikolái Kutyrkin, tomó forma tras una conversación clave entre Koroliov y Mijaíl Tijonrávov el 25 de noviembre de 1956. Tijonrávov empujó con fuerza para simplificar el satélite; Mstislav Keldysh, más enfocado en el retorno científico, se opuso con vehemencia. El equilibrio final fue un compromiso: un satélite “de mínimos” que aún así hiciera ciencia, sobre todo demostración técnica y mediciones indirectas a través de su propia telemetría.
En cuanto al bautizo, conviene recordar dos matices. Primero, en la URSS y en la Rusia actual no siempre se añade el número 1 a la primera unidad de una serie; por eso, a menudo se habla de Sputnik o de PS sin numeral, del mismo modo que una Soyuz-MS inaugural puede figurar simplemente como Soyuz-MS. Segundo, el término sputnik ya se usaba desde hacía décadas en ruso como sinónimo de satélite; no es cierto que en ruso “no existiese la palabra” y que la elección surgiera por carecer de término técnico. Etimológicamente significa compañero de viaje, sí, pero como vocablo técnico estaba bien asentado.
La decisión política que avaló el atajo llegó pronto. El 28 de enero de 1957, el gobierno soviético refrendó formalmente la construcción y el vuelo del PS en lugar del Objeto D para la primera misión orbital. La Resolución del Consejo de Ministros nº 171-93, del 15 de febrero, fijó parámetros muy concretos: masa máxima de 100 kilos y plazos que apuntaban a abril o mayo de 1957. El resultado final sería de 83,6 kilos, con una arquitectura de una elegancia robusta y sin adornos.

Un satélite mínimo que sonaba al mundo entero
El PS-1 no era un mero balón metálico sin alma. El cuerpo estaba formado por dos semiesferas de aluminio unidas con 36 tornillos, el interior presurizado con nitrógeno y, dentro, tres baterías de plata-zinc de nada menos que 51 kilos, casi el 60% del total. Para hacerse una idea: la masa de plata de esas baterías, unos 10 kilos, superaba por sí sola la masa en órbita del primer satélite estadounidense, el Explorer 1, de 8,3 kilos.
Externamente destacaban cuatro antenas: dos de VHF de 2,4 metros y dos de HF de 2,9 metros, dispuestas formando 35 grados con el eje del satélite (en la rampa iban plegadas a 46 grados para encajar en el fuselaje del R-7). El diámetro de la esfera era de 58 centímetros, una decisión estética de Koroliov —prefería una esfera “pura” a la idea cónica de Kutyrkin— y también práctica: maximizar la probabilidad de ser detectada ópticamente desde cualquier ángulo, aunque la realidad dejó claro que sería otro objeto el que acapararía los avistamientos.
El alma del experimento, sin embargo, estaba en la radio. El sistema, diseñado por Vyacheslav Lappo del Laboratorio nº 12 del Instituto NII-885 (a cargo de Gueorgui Gringauz y bajo la dirección de Mijaíl Ryazansky), emitía en dos frecuencias: 20,005 MHz y 40,002 MHz. Los transmisores D-200, de 3,5 kilos y 1 vatio, alternaban su emisión en pulsos que dependían directamente de la temperatura interna. Cuanto más calor acumulaba el satélite, más largos eran los bips: entre 0,2 y 0,6 segundos, en tres umbrales térmicos (por debajo de 0 ºC, por debajo de 50 ºC, o por encima de 50 ºC). De manera efectiva, cada transmisor alternaba un bip cada 0,2 a 0,3 segundos, creando la marca sonora más famosa de la carrera espacial.
Las señales podían recibirse hasta a 12.000 kilómetros de distancia, un detalle crucial en la verificación global del hito. Los bips se escucharon durante 21 días, tiempo que tardaron en agotarse las baterías. Aun así, el satélite siguió en órbita 92 días, hasta el 4 de enero de 1958, tras completar 1.440 vueltas y recorrer alrededor de 70 millones de kilómetros. El sitio exacto de la reentrada no llegó a determinarse, un epílogo casi poético para el artefacto que rompió el techo de la atmósfera.
El R-7 en acción: perfil de vuelo, pequeños fallos y la órbita real
El vuelo del 8K71PS fue casi impecable, aunque no perfecto. Un pequeño problema en la distribución de combustible del bloque central (Blok A) provocó que el motor RD-108 se apagara un segundo antes de lo previsto, exactamente a los 295,4 segundos de vuelo. El resultado fue una órbita elíptica algo más baja de la planeada: 228 x 947 kilómetros e inclinación de 65,1 grados, con un periodo de 96 minutos y 10,2 segundos, frente a los 225 x 1.450 kilómetros previstos por el equipo.
Los cuatro bloques laterales del R-7 se separaron a los 116,38 segundos desde el despegue, dibujando la célebre “cruz de Koroliov”, y el PS-1 se desprendió del Blok A unos 20 segundos después del apagado, a los 315 segundos de la ignición. Koroliov no quiso que el satélite viajara unido a la etapa: exigió que se separase para ser, sin discusión, un objeto independiente en el registro internacional. La cofia, por cierto, también alcanzó la órbita, otro detalle que a menudo queda en segundo plano.
Tan pronto como el equipo detectó el pitido en la primera pasada, se activó el protocolo de verificación. Koroliov esperó a recibir la señal de nuevo una vez y media hora después del lanzamiento para confirmar que, efectivamente, el primer satélite artificial estaba dando vueltas a la Tierra. Solo entonces telefoneó a Nikita Jruschov, que se encontraba en Kiev, para comunicar el triunfo.
Con la órbita asegurada, comenzaron los esfuerzos de seguimiento internacional. El brillo no jugaría a favor del pequeño PS-1, y aquí se encuentra una de las confusiones más extendidas en la memoria popular. La mayoría de quienes “vieron el Sputnik” a simple vista no estaban viendo el satélite, de magnitud aproximada 6 y por tanto al límite de la visión humana en condiciones muy favorables, sino la enorme etapa central Blok A, con unos 18 metros de longitud y 7,5 toneladas, preparada incluso con reflectores para aumentar su brillo hasta magnitud 1.
Tres objetos en órbita: qué vio realmente la gente
El 4 de octubre de 1957, la URSS colocó en órbita tres elementos: el PS-1, la cofia y el gigantesco Blok A. Desde la terminología soviética se llamaba “segunda etapa” al Blok A, aunque en la jerga occidental se reserva ese término a etapas superiores no encendidas en el despegue. Con independencia de la semántica, lo cierto es que durante años el Blok A fue el mayor “satélite” en órbita, un coloso visible a simple vista que permitió al mundo constatar que aquello iba en serio.
Los avistamientos de aquel cilindro orbital fueron fundamentales para legitimar el evento ante escépticos. La etapa Blok A permaneció en órbita hasta el 2 de diciembre, cuando reentró tras completar 882 vueltas. La cofia también alcanzó el espacio y se convirtió en otro objeto más para rastrear. Mientras tanto, el PS-1, mucho más tímido en el cielo, iba dejando su huella por radio y en registros científicos hasta su caída el 4 de enero de 1958.
El hecho de que el bloque central llegase a velocidad orbital no fue casual: el R-7 había nacido para otra cosa, para transportar armas a medio mundo, y esa brutalidad energética era ahora el trampolín de una nueva era. Fue precisamente la apuesta soviética por el ICBM lo que allanó el camino del primer satélite. La Unión Soviética carecía de bases cercanas al territorio enemigo; Estados Unidos, en cambio, contaba con una red de bases y una amplia flota de bombarderos y misiles de alcance intermedio, lo que redujo la presión por tener cuanto antes un ICBM operativo.
Esa asimetría explica parte del porqué. La otra parte está en las decisiones de cada lado. En Estados Unidos, el Proyecto Vanguard acaparó el protagonismo “civil”, y aunque la familia Redstone/Júpiter C de von Braun ya había mostrado que podía haber alcanzado la órbita con etapas superiores, el guion político-científico retrasó ese desenlace. Cuando llegó el turno, el Explorer 1 voló a comienzos de 1958 y la carrera ya estaba lanzada.
Nombres, palabras y mitos que conviene aclarar
Hay dos malentendidos clásicos. Primero, el nombre. “Sputnik” se popularizó como etiqueta mediática, pero en clave interna el satélite fue, ante todo, el PS-1: el satélite más simple de una familia. De hecho, no es raro que en Rusia la primera unidad de una serie se cite sin el número 1, y es habitual ver referencias a “Sputnik” o a “PS” a secas, igual que ocurre con ciertas denominaciones Soyuz-MS.
Segundo, el lenguaje. Se ha repetido que el ruso no tenía una palabra para satélite y que sputnik fue un apaño improvisado. Falso de principio a fin: sputnik llevaba décadas asentado en el lenguaje técnico como sinónimo de satélite. La etimología, compañero de viaje, sólo añade un matiz poético a un término plenamente válido y que, con el triunfo del 4 de octubre, saltó a todos los idiomas.
La carrera con Estados Unidos: alternativas, oportunidades y contexto
Desde la óptica estadounidense, el episodio se interpreta a menudo como una oportunidad desaprovechada: habrían podido adelantarse de haber volado con un Júpiter C modificado, justo lo que harían después con el Juno I para lanzar el Explorer 1. Pero esa lectura, correcta en parte, olvida que la URSS también tenía opciones: Koroliov estudió usar el misil R-5 —más pequeño que el R-7 y comparable al Júpiter C— con etapas superiores ad hoc. La idea no cuajó: a los militares no les seducía abrir una línea paralela que distrajera recursos del ICBM.
Otro detalle que el relato posterior suele pasar por alto es que la URSS no operó a escondidas del todo: había anunciado su intención de lanzar un satélite años antes, pero en Occidente la noticia no hizo demasiado ruido ni se consideró plausible. El golpe de realidad resultó doble: en el terreno tecnológico y en el simbólico, al mostrar que el rival, devastado apenas doce años antes por la Segunda Guerra Mundial, era capaz de marcar el paso en un campo nuevo, mientras el territorio continental de EEUU ni siquiera había sufrido el combate directo.
Desde un punto de vista técnico y financiero, el “momento Sputnik” fue también una sacudida que reordenó prioridades. La inversión tecnológica y científica se disparó a ambos lados del telón de acero, y buena parte del tejido institucional, desde agencias a programas universitarios, evolucionó a toda máquina. En Rusia, la OKB-1, más tarde RKK Energía, heredó y amplificó el legado, construyendo un linaje de naves y estaciones que aún hoy marca la pauta.
En el terreno humano, quedan las postales: el teniente Chekunov accionando la llave, Koroliov esperando la siguiente pasada para confirmar la órbita antes de llamar a Jruschov, los radioaficionados de medio mundo cazando el pitido, y millones de personas señalando el cielo al paso del gran cilindro del Blok A creyendo que asistían al viaje del pequeño PS. Pocas veces la tecnología, la política y la percepción pública han encajado con tanta potencia.
Ficha técnica esencial y cronología del vuelo
Para quienes disfrutan con los datos de campo, aquí va una síntesis con los números clave del Sputnik y su lanzamiento, recogidos y contrastados con las fuentes originales de la misión. Son las cifras que definen el primer paso orbital:
- Fecha y hora de despegue: 4 de octubre de 1957 a las 22:28:47 (hora de Moscú). En la hora local de Kazajistán ya era 5 de octubre, 00:28.
- Lugar: Área 1 del NIIP-5 (Tyura-Tam), posteriormente denominado Baikonur.
- Vector: 8K71PS (R-7 modificado, sin ojiva ni sistemas de control en la cabeza).
- Separaciones: bloques laterales a T+116,38 s; apagado RD-108 a T+295,4 s; separación PS-1 a T+315 s.
- Órbita real: 228 x 947 km; inclinación 65,1°; periodo 96 min 10,2 s. Plan prevista: 225 x 1.450 km.
- Señal de radio: 20,005 MHz y 40,002 MHz; bips dependientes de temperatura; transmisores D-200 de 1 W.
- Duraciones: transmisión 21 días; vida orbital del PS-1, 92 días (reentrada el 4 de enero de 1958); Blok A reentró el 2 de diciembre tras 882 órbitas.
Un último detalle estético-tecnológico que revela mucho del carácter de la misión. Kutyrkin prefería un satélite cónico para ajustarlo a la punta de la cofia, pero Koroliov impuso la esfera. En un gesto a medio camino entre el diseño industrial y la pura iconografía, el primer satélite del mundo adoptó la forma más elemental, perfecta y reconocible, la que hoy sigue apareciendo en cada ilustración escolar del hito.
Hay un eco adicional que a menudo se pasa por alto: el PS era simple, sí, pero no tanto. La insistencia soviética por dotar a sus primeros satélites de ciencia e instrumentación recuerda a otra manía de la época, la de obligar a que los vuelos tripulados aterrizasen con los cosmonautas dentro para ser reconocidos oficialmente, pese a que los Vostok empleaban eyección antes del aterrizaje. La forma de contar y registrar los logros importaba tanto como el logro en sí, y el PS-1 jugó con esas reglas al pie de la letra.
Vista con perspectiva, la puesta en órbita del PS-1 fue tan política como técnica, tan simbólica como práctica. De un lado, aseguró a la URSS el primer titular de la Era Espacial; del otro, obligó a Estados Unidos a acelerar y reorganizar su programa, enmendando los fiascos iniciales del Vanguard y entregándose al éxito de Explorer 1 con el impulso de von Braun y su equipo. Desde ese momento, ya no hubo marcha atrás.
Este episodio condensó ambición, urgencia y método. La Unión Soviética, apenas doce años después de quedar devastada por la guerra, había logrado lo que nadie: un objeto fabricado por el ser humano girando alrededor de nuestro planeta. La pequeña esfera de aluminio, apretada por dentro con baterías y emisores y coronada por cuatro antenas, marcó la frontera entre un antes y un después.
Queda, por último, el poso cultural de la palabra sputnik, que saltó de los informes técnicos al lenguaje de la calle y a los periódicos de todo el mundo. Aquellos bips, repetidos en incontables receptores, fueron la banda sonora que hizo tangible lo que hasta entonces era pura especulación. Desde entonces, cada satélite, cada sonda y cada estación orbitando sobre nuestras cabezas le debe algo a ese pionero brillante y austero.
Hoy, cuando pensamos en el comienzo real de nuestra aventura espacial, es inevitable volver a ese 4 de octubre. Lo que parecía una apuesta minimalista resultó ser el golpe maestro que abría el tablero completo: la chispa que prendió la carrera espacial, desmintió mitos, recolocó prioridades y nos enseñó de qué es capaz la cooperación entre ciencia, industria y estrategia. Aunque el cielo nocturno engañase a millones de ojos con el brillo de la etapa Blok A, el verdadero protagonista fue aquel pequeño PS que aprendimos a llamar Sputnik.