En las profundidades del Atlántico Norte, a varios cientos de kilómetros de la costa gallega, descansa desde hace décadas uno de los mayores vertederos de residuos nucleares de Europa. Ese legado, consecuencia directa de antiguas prácticas industriales y nucleares de varios países europeos, había permanecido en relativo olvido hasta que, recientemente, una expedición científica francesa comenzó a arrojar luz sobre el estado actual de estos residuos y su posible impacto ambiental en el entorno marino.
La noticia de los hallazgos ha generado una profunda inquietud entre autoridades, organizaciones ecologistas y la ciudadanía, quienes demandan más información y medidas claras para vigilar y estudiar los efectos de estos residuos. La imagen de miles de bidones abandonados bajo el mar pone sobre la mesa la magnitud de una problemática que sigue vigente y que ahora se estudia con herramientas y tecnología mucho más avanzadas que en décadas pasadas.
Una herencia enterrada en el mar: el origen de los vertidos
Entre finales de los años cuarenta y 1990, más de 200.000 barriles con material radioactivo fueron arrojados al fondo de la Fosa Atlántica, a profundidades que alcanzan los 4.500 metros. Países como Reino Unido, Holanda, Bélgica, Suiza, Francia, Alemania e Italia recurrieron a la práctica de deshacerse de sus residuos nucleares en aguas internacionales, a menudo sin protocolos de seguimiento real.
Estos vertidos, realizados sistemáticamente durante décadas, han convertido la zona en un auténtico cementerio nuclear submarino. La mayor parte de estos residuos proceden de instalaciones civiles, laboratorios y subproductos del uso de la energía nuclear, si bien la composición y estado exactos del contenido de los bidones sigue siendo en parte una incógnita para la ciencia actual.
Primeros hallazgos de la expedición francesa y avances científicos
En junio de 2025, una expedición liderada por el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) francés desplegó el buque oceanográfico L’Atalante en la zona. Para afrontar este desafío, el equipo cuenta con el robot submarino UlyX, dotado de avanzados sistemas de sonar y cámaras capaces de operar a grandes profundidades. En apenas unas semanas, el equipo ya ha localizado y cartografiado más de 2.000 bidones distribuidos a lo largo de 120 kilómetros cuadrados, aunque este área representa solo una pequeña fracción de la totalidad estimada de residuos sumergidos.
La misión, que involucra a científicos de diversas especialidades, está recogiendo muestras de agua, lodos marinos y fauna, buscando evidencias de radiactividad y posibles efectos sobre el ecosistema de aguas profundas. Por el momento, los responsables del estudio no han detectado niveles de radiactividad preocupantes en superficie, aunque advierten que los análisis detallados de laboratorio y futuras inmersiones ofrecerán datos más precisos. La segunda fase del proyecto prevé un acercamiento más directo a los barriles y el uso de nuevas tecnologías para tomar muestras específicas en los puntos más críticos.
Impacto social, presión institucional y demandas políticas
El avance de la investigación ha reavivado la preocupación tanto de autoridades autonómicas como estatales. La Xunta de Galicia ha solicitado al Gobierno central toda la información disponible, mientras eurodiputados de distintos partidos han trasladado preguntas a la Comisión Europea sobre la naturaleza exacta y el impacto potencial de los residuos.
El Consejo de Seguridad Nuclear español ha comunicado que no se han observado incrementos significativos de radiactividad en las costas gallega y cantábrica, y ha subrayado que España no realizó vertidos en la zona ni tiene responsabilidad directa sobre ellos. Sin embargo, esta situación no ha aminorado la inquietud, y desde el ámbito autonómico insisten en la necesidad de una mayor transparencia y seguimiento de los resultados de la expedición científica.
Greenpeace y el papel de la sociedad civil
Organizaciones ecologistas como Greenpeace llevan décadas denunciando el riesgo de estos vertidos y reclamando que tanto la Unión Europea como el Gobierno español tomen medidas concretas al respecto. La acción del buque Sirius en 1982, junto con la participación de barcos gallegos para impedir nuevas descargas, marcó un antes y un después en la concienciación pública y en la presión internacional contra este tipo de vertidos. Aquella movilización logró que el Gobierno holandés cesase los vertidos y sentó las bases para acuerdos internacionales como el Convenio OSPAR (1992) y el Convenio de Londres (1993), que hoy en día prohíben los vertidos radiactivos al mar.
Los residuos ya depositados continúan en el fondo marino, y la falta de un esfuerzo coordinado de investigación y de retirada suscita preocupación. La última expedición francesa ha puesto nuevamente sobre la mesa la peligrosidad de la basura nuclear sumergida y la necesidad de cooperación internacional para afrontar este reto.
La persistencia de estos residuos nucleares en el Atlántico representa un problema ambiental, político y social. La comunidad gallega y numerosas instituciones europeas expresan ahora su inquietud, lo que obliga a replantear la gestión y la vigilancia de estos viejos vertidos. Mientras tanto, la ciencia avanza lentamente para entender qué consecuencias reales han tenido y siguen teniendo sobre el ecosistema marino.