
La red científica World Weather Attribution (WWA) ha determinado que el calentamiento global ha hecho muchísimo más probables las condiciones de calor, sequedad y viento que impulsaron los recientes grandes incendios en la península ibérica. En concreto, el estudio señala que esos ingredientes meteorológicos fueron hasta 40 veces más probables y alrededor de un 30% más intensos que en un clima preindustrial.
El episodio coincidió con una ola de calor excepcional, que el propio análisis vincula al cambio climático: eventos de diez días como ese resultan ahora 200 veces más probables y con temperaturas de unos 3 °C adicionales. En ese contexto, España y Portugal registraron una devastación sin precedentes recientes, con más de 640.000 hectáreas afectadas, ocho víctimas mortales y miles de evacuados, mientras los servicios de extinción se veían al límite.
Cómo se ha estimado la huella del calentamiento

El equipo del WWA realizó un análisis rápido apoyado en observaciones meteorológicas para comparar el clima actual —con unos 1,3 °C de calentamiento respecto a la era preindustrial— frente a un mundo más frío. Al evaluar los “cócteles” de calor, sequedad y viento, concluyeron que, antes del calentamiento, episodios equivalentes habrían sido rarísimos (del orden de una vez cada 500 años), mientras que hoy pueden esperarse aproximadamente cada 15 años.
En paralelo, el periodo de diez días más cálidos observado durante la oleada de incendios pasó de ser extremadamente improbable en el pasado (menos de una vez cada 2.500 años) a producirse en torno a una vez cada 13 años en el clima actual, con una probabilidad 200 veces mayor y una intensidad cercana a +3 °C.
Para evaluar la peligrosidad del fuego, los autores recurrieron a indicadores de uso estándar, como una variante del Índice Meteorológico de Incendios de Canadá y métricas relacionadas con la dificultad de control (DSR). Aunque no se emplearon modelos climáticos en profundidad, los resultados coinciden con la literatura sobre el Mediterráneo y con atribuciones completas previas en Grecia, Turquía y Chipre, además de integrarse en una base de más de un centenar de estudios de atribución de eventos extremos.
Los especialistas insisten en que el clima no enciende la chispa, pero sí determina lo propicio del terreno para que un fuego se vuelva incontrolable: con temperaturas más altas y vegetación más seca, el comportamiento del incendio se intensifica, salta cortafuegos con mayor facilidad y resulta mucho más difícil de apagar.
Dimensión del desastre en España y Portugal

Según los datos recopilados por servicios europeos como EFFIS, en España se calcinaron más de 380.000 hectáreas, y en Portugal se superaron las 260.000 hectáreas, casi un 3% de su territorio, elevando el balance conjunto a alrededor de dos tercios del área quemada en Europa durante la temporada. En agosto, el continente superó por primera vez el millón de hectáreas arrasadas desde que hay registros comparables.
El crecimiento explosivo de algunos siniestros dejó cifras inéditas: en apenas una semana se quemaron en España más de 175.000 hectáreas, más del doble de la media anual de toda una campaña típica desde 2006. Los incendios más virulentos generaron vientos propios y columnas de convección intensas, alargando llamas y produciendo focos secundarios a kilómetros.
Los efectos se extendieron más allá de las zonas de ignición. Además de las ocho víctimas mortales y decenas de miles de evacuados, el humo deterioró la calidad del aire en regiones lejanas y afectó infraestructuras sensibles. España activó por primera vez el Mecanismo de Protección Civil de la Unión Europea para reforzar la respuesta con medios internacionales.
Las áreas más castigadas incluyeron Galicia y el norte de Portugal, en terrenos abruptos que dificultan las labores de extinción. En condiciones de “sexta generación”, con calor extremo y atmósfera inestable, los incendios se comportan de formas poco previsibles, elevando de forma notable la peligrosidad para los equipos en primera línea.
Territorio, abandono rural y carga de combustible

Los expertos subrayan que a la señal climática se suma un factor estructural: el abandono del medio rural y la pérdida de actividades tradicionales han incrementado la densidad de combustible vegetal en antiguos cultivos y masas forestales sin gestionar. Menos pastoreo y menor manejo de la vegetación hacen que, cuando coinciden calor y viento, el fuego encuentre un “pasillo” continuo por el que propagarse.
La simultaneidad de grandes incendios en varios países desborda los recursos de extinción, por lo que el informe insiste en la prevención como primera línea de defensa. Entre las medidas con más potencial, se mencionan quemas prescritas, desbroces mecánicos, recuperación de mosaicos agroforestales y refuerzo del pastoreo extensivo donde sea viable.
Los autores también apuntan que, aunque muchas igniciones proceden de la actividad humana (negligencias, chispas eléctricas, etc.), lo determinante para que un conato se convierta en gran incendio son las condiciones ambientales. Con temporadas que empiezan antes y terminan más tarde, y olas de calor más largas, la ventana de riesgo se amplía.
Señales de alerta similares se observan en toda la cuenca mediterránea. Investigadoras como Friederike Otto han advertido de que un mundo que avanza hacia mayores niveles de calentamiento vería intensificarse estas situaciones; por el contrario, limitar emisiones y adaptar el territorio reduce la exposición y la vulnerabilidad.
De la emergencia a la acción: prioridades inmediatas

Las recomendaciones convergen en un enfoque integral: invertir de forma sostenida en prevención y adaptación, planificar paisajes resilientes al fuego, mejorar la alerta temprana y profesionalizar aún más la gestión forestal. Estas actuaciones, señalan, son clave para reducir la severidad de los eventos cuando coinciden condiciones meteorológicas extremas.
Además de las políticas públicas, diversos actores sociales plantean que los grandes emisores contribuyan financieramente a la adaptación y a una transición energética justa, de manera que se acelere el abandono de los combustibles fósiles sin dejar atrás a las comunidades rurales.
La capacitación, los simulacros y una mejor coordinación entre administraciones —también a escala europea— pueden aliviar la presión cuando los incendios se presentan de forma simultánea. Potenciar la investigación aplicada y la recopilación sistemática de datos ayudará a ajustar modelos de riesgo y a priorizar intervenciones en las zonas más expuestas.
El balance que dibuja el WWA es claro: el cambio climático ha incrementado notablemente la probabilidad y la intensidad de las condiciones que alimentan los grandes incendios en la península ibérica, en un verano con una ola de calor más frecuente y más cálida, y con un territorio donde la carga de combustible se ha acumulado durante décadas. En ese cruce de factores, prevenir, gestionar y adaptarse marca la diferencia entre episodios dañinos y catástrofes de gran escala.